martes, 30 de agosto de 2011

Héctor Castro, “el manco divino”

Héctor Castro será recordado eternamente como una de las mayores glorias tanto de la Selección de Uruguay, como del club Nacional de Fútbol de su país, pero su vida no le hubiese llevado a este sitio de privilegio si no hubiera mostrado una increíble capacidad de superación luego de haberse amputado una de sus manos, concretamente la derecha, cuando apenas tenía 13 años de edad y una vida por delante en el deporte.

Castro, que nació en noviembre de 1904 en la capital de su país, Montevideo, comenzó a trabajar desde muy pequeño junto a su padre de origen gallego, cuando un accidente laboral con una sierra eléctrica que manipulaba a pesar de su corta edad, le cortó una de sus manos, al punto de que la misma debió ser quitada de raíz, quedando sólo un muñón en su lugar. Sin embargo, esto no haría más que forjar aún más un carácter de fierro en este pequeño destinado al éxito.

Es que era un momento de expansión del fútbol en toda Sudamérica, y las cualidades del pequeño Héctor eran visible para cualquiera que entendiera un poco de este insipiente deporte, al punto de que no se le negó incorporarse a las juveniles del desaparecido Athletic Club Lito de Montevideo, a pesar de su incapacidad física, y de hecho, sus primeros entrenadores le ayudaron a convertir su extremidad en un “arma mortal”, que utilizaría luego para darle el Campeonato del Mundo a su país.

Con apenas 16 años, Castro se convirtió en “el primer futbolista manco”, al menos para todos los espectadores de los encuentros del Lito, como se llamaba a aquel equipo, al tiempo que sus capacidades futbolísticas seguían intactas. Fue por ello mismo que en 1923, Nacional le llamó para formar parte de sus filas, habiendo dado el gran salto con apenas 19 años, algo poco común en la época.

Castro solía desempeñarse por el sector derecho del mediocampo, a consideración de cual era su pierna más hábil, y en un esquema muy flexible, que le permitía llegar al área con soltura. Sus principales atributos eran el despliegue y el juego aéreo, en el cual además se servía de su “muñón”, para impedir el salto de los futbolistas a los que marcaba. Comenzaba a ser querido por los hinchas del bolso, y en ese entonces se ganó el apodo que le acompañaría el resto de su vida: “el manco divino”.

Abajo, el segundo a la derecha
Ese mismo año comenzó a representar también a su país, alternando en el equipo titular, pero para 1926, ya se había convertido en una de las piezas claves del combinado “charrúa” con apenas 22 años, y por eso fue convocado para disputar el Campeonato Sudamericano, conocido actualmente como Copa América, el cual logró obtener junto a sus compatriotas en Chile.

Con la mayoría de sus mismos compañeros, y siendo ya absolutamente ídolo en Nacional, donde llevaba más de un centenar de partidos disputados, Castro acudió a los Juegos Olímpicos de 1928 en Holanda, donde los uruguayos se hicieron fuertes, pusieron sus credenciales sobre la mesa, y derrotaron finalmente al equipo argentino por 2 a 1, luego de jugar un encuentro desempate.

En 1930 se esperaba con toda ansiedad el Mundial de los uruguayos. Al fin y al cabo ellos eran locales, y los últimos campeones olímpicos, siendo que además muchas de las mejores selecciones europeas no acudirían a la cita. Castro era un fijo en la alineación local, y demostró toda su capacidad desde la primera ronda, cuando convirtió el gol de su equipo en el triunfo ante Perú, el primero en Mundiales de la Selección de Uruguay, que le daría la clasificación a la segunda ronda posteriormente.

Una vez en esta instancia, participó en la goleada de semifinales ante Yugoslavia por 6 a 1, y en la previa de la final ante los argentinos, vista como una revancha, era uno de los jugadores más temidos por los albicelestes, que sin embargo lograron adelantarse en la primera etapa, llegando al descanso con una victoria por 2 a 1. Para el segundo tiempo, la final se jugaría con la pelota que los uruguayos querían, por acuerdo, y entonces darían vuelta la historia.

Uno de los choques de Castro con Botasso
Fue justamente Castro el encargado de cerrar la victoria de su equipo, siendo también el último en anotar en la competencia, dándole el 4 a 2 definitivo a los uruguayos. Pero el aporte había sido más importante aún: el atacante había utilizado su muñón en una carga contra el arquero argentino Juan Botasso, al que dejaría dolorido por toda la segunda etapa, en la que poco pudo hacer por evitar que le convirtieran.

Transformado ya en leyenda del fútbol uruguayo, siguió jugando para Nacional hasta 1936, habiendo disputado un año entremedio en Estudiantes de La Plata de Argentina, y totalizando 145 goles en 231 encuentros para el conjunto montevideano, con el que además obtuvo los campeonatos de 1934 y 1935, luego de volver a ganar la Copa América, esta vez en Perú, en 1933.

Durante su carrera en activo, Castro llegó a admitir que por su incapacidad física había dejado olvidado su viejo sueño de ser portero, algo que muy pocos sabían, pero nada más tuvo que abandonar en pos de su objetivo, considerando que era sumamente popular y mujeriego. Ademas, aunque en sus comienzos los fanáticos de Peñarol le odiaban, cambiaron su parecer durante el Mundial de 1930, y de allí en más siempre le respetaron.

Su gol en la final
A su retiro, entendió que en su vida nada era tan importante como el fútbol, y por eso se dedicó a la dirección técnica, desempeñándose en su amado Nacional durante varias etapas, en las cuales logró hacerse con seis campeonatos, obteniendo el récord del club, y también el de su país junto a Hugo Bagnulo.

En 1959 se había hecho cargo de la Selección de su país -30 goles en 54 encuentros como jugador- con un total apoyo tanto de la prensa como de los fanáticos, pero misteriosamente presentó la renuncia pocos meses después. Al cabo de un par de semanas, un ataque cardíaco le provocó la muerte, elevándolo para siempre a ser una de las leyendas incuestionables del fútbol mundial.



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